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Calypso, de David Sedaris
Cuando llegas a la mediana edad y por fin tienes dinero en la cuenta bancaria y dos casas en dos continentes distintos con muchas habitaciones de invitados, llega la hora de mirar hacia atrás y reflexionar sobre cómo diablos te las has ingeniado para acabar escribiendo a medianoche en el jardín esperando a que aparezca un zorro llamado Carol. David Sedaris repasa en Calypso sus relaciones afectivas, sus recuerdos más entrañables y los más tristes, con una ingenuidad propia de quien se sienta por primera vez en muchos años para aceptar el alcoholismo de su madre, el suicidio de su hermana Tiffany, la infancia junto al mar, o su extraña obsesión esclavizadora con una pulsera Fitbit.
«Hugh aseguró que el motivo por el cual yo nunca había visto un fantasma era que soy una persona poco perceptiva. Era una forma sutil de decir que solo pienso en mí mismo y que si no estuviera tan obsesionado con —por ejemplo— cumplir mi cupo diario de pasos en el Fitbit, sería capaz de ver que hay una sirvienta de seiscientos años viviendo dentro del cajón en el que guardamos la cubertería de plata.
—¿Y la gente que ve hadas? —pregunté.
—Esos están locos —respondió Hugh.«

David Sedaris (Nueva York 1956) es un escritor y humorista norteamericano que en la actualidad vive en West Sussex, Inglaterra, junto a su pareja y su Fitbit. Pasa tantas horas limpiando la bucólica campiña inglesa de los desperdicios que tiran los desaprensivos, que el condado de West Sussex, en sentido homenaje, ha bautizado uno de los camiones de la basura con su nombre. Calypso, publicado originalmente en 2018, es su libro más reciente, un compendio humorístico de anécdotas autobiográficas ligadas a sus recuerdos familiares, pero también a su momento vital.
Leí por primera vez a David Sedaris hace algunos años y me estrené con su relato Crónicas desde Santaland, una parodia muy divertida sobre su experiencia como elfo de Santa Claus cuando vivía en Nueva York, intentando que le publicasen una novela, y aceptaba cualquier trabajo temporal que se le pusiera por delante. Crónicas desde Santaland empezó su andadura como un monólogo humorístico para la radio y tuvo tan buena aceptación que su publicación significó el despegue de la carrera literaria de Sedaris. El autor no es tan celebrado en Europa como en Estados Unidos, aunque su humor sarcástico y ese punto de ternura y de autoparodia que lo acompañan siempre encandila a los lectores más inesperados.
Calypso me ha gustado, es divertido, delirante, a veces —cuando habla de sus padres y de sus hermanos— se vuelve nostálgico y le puede la ternura, y en otras ocasiones repasa la actualidad política/humana/personal desde una perspectiva tragicómica. No me ha parecido el mismo David Sedaris de Crónicas desde Santaland, pues hacia la mitad del libro pierde un poco de frescura y algunas anécdotas, como las compras de miles de dólares en Japón de ropa que no se va a poner o el episodio de la tortuga y el tumor, me han resultado frívolas o desagradables. Quizás me caía mejor el autor pobre que perseguía un sueño en lugar del autor de mediana edad con muchas habitaciones de invitados, pero sería injusta si no reconociese que Calypso es un buen libro por la peculiar voz narradora de Sedaris y su sentido del humor y de análisis, genial si no has leído nunca al autor y te apetece un poco de autoparodia en estas fechas.
Lector, lo último que se pierde no es la esperanza sino la capacidad de reírnos de nosotros mismos.
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Calypso
Un hobbit, un armario y una gran guerra, de Joseph Loconte
John Ronald Reuel Tolkien y Clive Staples Lewis se conocieron en la Universidad de Oxford, en 1926, cuando ambos eran profesores no titulares de lengua inglesa. Los dos habían combatido en la peor guerra que Europa había vivido hasta la fecha, y todos sus amigos habían muerto en las trincheras. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, ambos intelectuales se desmarcaron del cinismo, la ironía y la crisis de fe que imperaba en sus círculos sociales y culturales (se pensaba que la civilización había colapsado), y optaron por escribir novelas fantásticas en donde se recuperaba la vieja tradición del héroe clásico épico, se luchaba por la libertad y se perpetuaba la tradición cristiana histórica de los personajes imperfectos, llenos de nobleza y desgracia. Tolkien escribe y publica El señor de los anillos, con la que deseaba dotar a los ingleses de una mitología propia, y C. S. Lewis, Las crónicas de Narnia. Ambos escriben para superar el horror de la Gran Guerra, pero también para demostrar que era posible mantener sus valores morales cristianos sobre la lucha por el bien y la justicia.
«A juzgar por todas esas susceptibilidades de posguerra, ¿cómo pudo Oxford convertirse en la incubadora de una literatura épica que ensalzaba el valor, y el sacrificio en la batalla? ¿Por qué las obras de Tolkien y Lewis, enraizadas en una narrativa de tradición cristiana, habrían siquiera de ver la luz del día?«

Joseph Loconte, profesor de Historia en el King’s College de Nueva York, publicó Un hobbit, un armario y una gran guerra en 2015, con el subtítulo de Cómo J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis redescubrieron la fe, la amistad y el heroísmo en el cataclismo de 1914 a 1918. Es un ensayo, escrito con agilidad y bien documentado, sobre cómo la Primera Guerra Mundial cambió para siempre a los dos escritores, reforzó su fe y los empujó a escribir la literatura que siempre habían deseado como lectores. Quizás su amistad y su trabajo los salvó del naufragio de los valores del viejo mundo.
J. R. R. Tolkien perdió a todos sus amigos en la Primera Guerra Mundial y él escapó por muy poco a la fiebre de las trincheras del Somme. Escribió La caída de Gondolin en 1917, todavía convaleciente, y Loconte aventura que seguramente lo hizo para hacer frente al horror de lo vivido. Tolkien odiaba la guerra, la había sufrido en primera línea de combate, pero mantuvo sus valores morales y estos le decían que valía la pena luchar por el bien y la justicia. Cuando conoció a Lewis en Oxford, ambos encontraron muchos puntos comunes en su oposición a la tecnología mal empleada y al tipo de cuentos que deseaban leer. Fue Tolkien quien convenció a Lewis, un ateo con muchas dudas, sobre recuperar los valores cristianos en su vida y en su obra, y seguramente ninguno de los dos habría terminado sus grandes sagas sin el apoyo y el entusiasmo del otro.
Un hobbit, un armario y una gran guerra es un ensayo magnífico y conmovedor sobre cómo la Primera Guerra Mundial cambió la vida de dos lingüistas que se convirtieron en escritores clásicos para salvarse del horror. La narración de Loconte es fluida, cálida, tremendamente humana y alejada de toda frialdad academicista; nos cuenta sobre Lewis y Tolkien con respeto y cariño, acercándonos a su tiempo, a sus inquietudes y personalidades. Una lectura maravillosa para lectores de la Tierra Media, pero también un excelente punto de entrada a su universo.
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Un hobbit, un armario y una gran guerra
Ante todo no hagas daño, de Henry Marsh
Henry Marsh es uno de los neurocirujanos más eminentes de Gran Bretaña, jefe de cirugía de un hospital londinense, miembro de varios comités de sanidad gubernamentales y médico voluntario en países con dificultades. Cerca de su jubilación, repasa los mayores errores y aciertos de su dilatada carrera, desde que decidió hacerse neurocirujano al asistir en quirófano, por primera vez, en una operación de cerebro. Marsh desmitifica la imagen del cirujano todopoderoso y endiosado reconociendo la falibilidad humana en los quirófanos y el factor suerte que tanto determina: una operación sencilla puede resultar fatal por culpa de una hemorragia espontánea e incomprensible, y una operación complicada puede tener un inesperado final feliz porque ese día los planetas se alinean y todo sale de maravilla.
«La investigación en el campo de la psicología ha demostrado que la ruta más fiable hacia la felicidad personal es hacer felices a otros. Yo he hecho muy felices a multitud de pacientes con intervenciones que han salido bien, pero ha habido también demasiados fracasos terribles, y en la vida de la mayoría de neurocirujanos hay muchos períodos de profunda desesperanza.«

Probablemente, Ante todo no hagas daño no es un libro que aporte valor literario alguno, pues su interés reside en la curiosidad de los lectores por los misterios del cerebro y en el tono narrativo de Henry Marsh: sincero y profundamente humano. Marsh inicia este pequeño compendio de reflexiones explicando que lo más difícil para él es mantener el equilibrio entre un distanciamiento profesional con el paciente que le aporte una fachada de seguridad y el acercamiento necesario para no convertirse en un robot. Cuando su hijo William tuvo que ser intervenido por un tumor cerebral a la edad de tres años, el famoso neurocirujano entendió qué se sentía estando al otro lado de la sala de espera y nunca se le olvidó. Desde entonces, es incapaz de permanecer impertérrito ante el dolor de sus pacientes y familiares cuando tiene que trasmitir las peores noticias, pero a la vez sabe que debe mantener la entereza por su salud mental y profesional.
Marsh nunca ha olvidado a un paciente que muriese tras una operación y reconoce que con el paso de los años opta más a menudo por descartar intervenciones de alto riesgo que, en el caso de que salieran milagrosamente bien, apenas alargarían la vida del enfermo unos meses. Para el neurocirujano, prevalece la calidad de vida y una muerte digna por encima de arriesgarse a unos últimos meses de terrible discapacidad solo por ganar experiencia en quirófano o por jugar a ser dioses infalibles y colgarse medallas entre los colegas. Introduce cada capítulo con un concepto médico relacionado con dolencias del cerebro, explica alguno de sus casos más memorables, y cuenta las luces y sombras de una profesión que tan pronto debe luchar a brazo partido contra una hemorragia como con la burocracia que ha recortado las horas extras de su anestesista; una profesión vocacional que además del juramento de salvar vidas, le enseñó que lo primero era no dañarlas.
Lector, un testimonio desmitificador y muy humano no apto para hipocondríacos.
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