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Mil millas Nilo arriba, de Amelia B. Edwards

Amelia B. Edwards, acompañada por su amiga Lucy Renshaw, llega a El Cairo en noviembre de 1873. Londinense, rica, instruida y viajada, Amelia improvisa ese desembarco en Egipto cansada de la lluvia incesante de su ruta por tierras francesas con el objetivo de pintar paisajes. Sin carabina y sin miedo, alquila una enorme dahabiya dispuesta a recorrer el Nilo a su aire, sin prisa y sin los condicionamientos de un viaje organizado. Embarcada en la Philae, remonta el Nilo hasta los confines de Nubia y visita los grandes lugares de la Antigüedad egipcia: Abu Simbel, Denderah, Karnak, Kom Ombo, Medinat Habu, Luxor, Tell el Amarna, El Valle de los Reyes, Giza,… Pero lo que empieza siendo un viaje de placer para alejarse del mal tiempo y dibujar nuevos horizontes, acaba atrapando la curiosidad y la sed de conocimientos de Amelia B. Edwards, que no duda en estudiar egiptología sobre el terreno. Inesperadamente, ese contacto con los restos de la primera civilización humana de la Historia se convierte en la mayor aventura de su vida, pero también cambiará para siempre su mirada de artista y su concepción de Egipto.

«En cada columna, en cada acto de devoción representado en las paredes, incluso en el santuario, encontramos los nombres de Ramsés y Nefertari «como pareja inseparable». En esta doble dedicatoria, y en la insólita ternura del estilo, uno parece detectar indicios de algún hecho, quizás algún aniversario, cuyos detalles se han perdido para siempre (…) vemos que Ramsés y Nefertari deseaban dejar tras ellos una muestra imperecedera del afecto que los unía en la tierra (…). Vemos que la reina era hermosa, que Ramsés estaba en pleno esplendor. Adivinamos el resto, y la poesía del lugar es nuestra en todo caso. Incluso en esta árida soledad, parecen percibirse los efluvios de antiguos romances. Sentimos que el Amor pasó por aquí, y que el suelo quedó santificado allá donde pisó.»

Amelia B. Edwards (1831 – 1892) fue una novelista, periodista, viajera y artista y egiptóloga aficionada. Publicó Mil millas Nilo arriba en 1877, un libro de viajes bellamente ilustrado por la misma autora en donde narra su fascinante visita a Egipto. Aventurera, curiosa y con sed de conocimientos, Edwards aprovecha las horas de navegación por el Nilo para leer los trabajos de historiadores, arqueólogos y egiptólogos convencida de que si no se conoce la Historia que hay detrás de cada templo, de cada tumba, de cada monumento o mural pictórico, no se verá más que belleza vacía. Mil millas Nilo arriba es un relato de aventuras, de egiptología y de arte, donde el principal atractivo es seguir a su protagonista entre las ruinas de los grandes monumentos egipcios y contemplar sus impresionantes grabados. Edwards escribe y describe tan bien que, a menudo, estos capítulos resultan sobrecogedores y, sin darte cuenta, te encuentras a su lado, boquiabierta ante los colosos de Abu Simbel o impresionada por la sacralidad de Denderah.  Sin embargo, es imposible olvidar que Amelia B. Edwards, pese a su excepcionalidad, cultura e inteligencia, no deja de ser una inglesa victoriana y su mirada sobre el Egipto (y el resto del mundo) de 1873 es la que es.

Mil millas Nilo arriba es un libro que amedrenta por su maquetación y su formato poco atractivo, tupido, y su número de páginas, pero vale la pena superar ese miedo inicial y embarcarse con esta excepcional narradora en el viaje que le cambió la vida. A su regreso a Inglaterra, Amelia B. Edwards fundó el Egypt Exploration Found —que más tarde se convertiría en la Egypt Exploration Society, para la que trabajarían arqueólogos como Flinders Petrie o Howard Carter y abrazarían proyectos tan extraordinarios como la excavación del templo de Hatsepshut— y, a su muerte, donó su fortuna al University College de Londres (porque admitía a estudiantes mujeres en igualdad) para sufragar la primera cátedra de egiptología del país. Sin duda, el Antiguo Egipto marcó la vida de esta gran comunicadora, se convirtió en su pasión, y aunque su carácter apasionado a menudo le juega malas pasadas en este libro (se lanza a exponer teorías peregrinas sin el  conocimiento apropiado, toma el Antiguo Testamento como si fuese una fuente histórica fidedigna y no un libro de cuentos fantásticos, se pone a excavar y retocar monumentos sin pedir permiso o consejo a los expertos como la inglesa victoriana rica que es, etc.), sin duda no desmerece la excepcionalidad de su inteligencia, de su arrojo y valentía, y de la admiración que tiñen sus palabras cuando nos muestra su Egipto.

Lector, la protagonista de la saga de misterios arqueológicos de Elizabeth Peters se llama Amelia en honor de esta excepcional señora.

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Embassytown, de China Miéville

Avice Benner Cho ha nacido en la colonia Bremen del planeta Arieka, un lugar muy alejado de la metrópolis, el último puerto en el umbral de lo desconocido. En el corazón de su urbe se yergue la Ciudad Embajada, donde los Embajadores han sido diseñados genéticamente para poder comunicarse con los Ariekes nativos, poseedores de un idioma único, sin metáforas, ni polisemia, ni mentiras, pronunciado por dos bocas a la vez: giro y corte. Ariekes y terres viven en paz, comerciando, respetándose mutuamente y con muy poca interacción entre colonos y Anfitriones. Pero cuando Avice, ya adulta, vuelve a su ciudad natal, se encuentra con algo inesperado: el nuevo Embajador de la metrópoli no cumple las reglas de la comunicación con los Anfitriones, lo que pone en riesgo el equilibrio en el planeta con consecuencias catastróficas para cualquier tipo de vida.

«Una vez había oído una teoría, un intento de explicar el hecho de que, por mucho que hubieran viajado las personas, por muy cosmopolitas que fueran, por mucho mestizaje biótico que se diera en sus lugares de origen, no pudiesen mostrarse indiferentes la primera vez que veían a un miembro de cualquier raza exot. La teoría afirma que estamos integrados en el bioma Terre, y que cada vez que tenemos un atisbo de algo que no desciende de esa cepa original, nuestro cuerpo sabe que no deberíamos siquiera verlo.«

China Miéville es uno de los autores contemporáneos de ciencia ficción y literatura fantástica más aclamados por la crítica y los lectores. Es el único escritor que ha sido galardonado tres veces con el prestigioso premio literario Arthur C. Clarke Award y dos veces con el British Fantasy Award. En 2012, cuando publicó por primera vez Embassytown, se le otorgó el premio Locus a la mejor novela de ciencia ficción del año. Este es el primer título que leo del autor, porque sabéis que no suelo frecuentar mucho del género de la ciencia ficción, y se va directo a mis lecturas más impresionantes de este año.

Los críticos literarios comparan a China Miéville con Kafka, George Orwell, Raymond Chandler, Philip K. Dick, y aunque solo he leído Embassytown, su escritura clara y precisa para tratar cuestiones muy complicadas sí que me ha recordado a Kafka. Eso no significa que Miéville no posea un estilo propio muy marcado -brillante, inteligente, rotundo- y que su novela no sea original e innovadora. Al principio, su lectura me ha parecido difícil porque el worldbuilding es abrumador y el autor no se para a explicarlo sino que deja que sea el propio lector quien se zambulla de golpe en ese nuevo mundo y vaya comprendiendo por sí mismo (lo que ocurre al cabo de pocos capítulos, no sufráis). Es admirable la habilidad de Miéville para jugar con ingredientes de la ciencia ficción y la fantasía clásicas, pero también con elementos de la novela negra, el thriller político y -atención porque se trata de la cuestión principal de Embassytown- con cuestiones lingüísticas. Y es que la protagonista indiscutible de esta novela es la lingüística, la semántica, las paradojas del lenguaje, la polisemia, la relación entre lenguaje y pensamiento, la significación y el yo, la traducción, la intencionalidad del lenguaje, la estructura de un idioma, la mentira y la metáfora, etc. China Miéville inventa una civilización con un lenguaje nominativo que de pronto choca con otro tipo de lenguaje, el humano; y es alrededor de este punto de implosión que la trama de Embassytown se vuelve cada vez más alucinante.

Sé que es una novela difícil de reseñar y de recomendar, sobre todo porque al principio resulta desorientadora para los lectores que no solemos acercarnos a menudo a la ciencia ficción. Pero si sois valientes y os apetece conocer a uno de los escritores vivos más interesantes de nuestra época, os animo a que tengáis paciencia y le deis una oportunidad.

Lector, extraño y maravilloso. Imprescindible para lingüistas.

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Mi propio asesino, de Richard Hull

Al joven abogado Richard Sampson no le cae especialmente bien uno de sus clientes, Alan Renwick. Pero cuando Renwick aparece de madrugada en su piso diciéndole que ha asesinado a su criado y que necesita ayuda, Sampson toma la decisión de esconderlo a cambio de sacar tajada económica de la situación y bajarle los humos al muy cretino. A medida que pasan los días, el maldito Alan, egocéntrico y hedonista, se le empieza a hacer insoportable y el abogado decide urdir un plan para quitárselo de encima. La trama se complica cuando dos de las amiguitas de Renwick se meten por medio para ayudar a su pobre y querido Alan y, para más inri, el inspector Westhall resulta ser un hueso duro de roer. Sampson tendrá que recurrir a todo su ingenio para salir airoso, sacar beneficio y alejarse de su insoportable cliente.

«—Es una pena que mi educación haya sido tan excelente que no pueda ganarme la vida. ¿No podría quedarme tranquilo en algún sitio y ganarme la vida escribiendo? No tendría que aparecer en ningún sitio y parece una ocupación bastante fácil… todos los tonto lo hacen.
—Y ¿sobre qué te gustaría escribir? ¿Sobre arte persa? (…)
—No, sobre arte persa no. Sobre algo más fácil. Novelas policíacas o alguna tontería por el estilo.«

Richard Henry Sampson (Londres, 1896-1973), conocido como Richard Hull, publicó El asesinato de mi tía, su primera novela, en 1934, a la que siguieron otros éxitos policíacos y de misterio. Héroe de guerra, consultor del Almirantazgo y asistente personal de Agatha Christie en la dirección del Detection Club, las historias de Hull destacan por su ingeniosos giros argumentales. En 1940 publicó, también con el seudónimo de Richard Hull, Mi propio asesino, y le puso su propio nombre personaje protagonista del abogado que narra la historia en primera persona, muy en línea con el humor negro —a veces un pelín escalofriante por la inmoralidad de los personajes— del que hace gala esta novela.

Mi propio asesino es un thriller protagonizado por sociópatas, psicópatas, ególatras y demás personajes trastornados, que viven aparentando una humanidad de la que carecen. Se trata de una novela negra original, con toques de humor negro, en la que a nadie parece importarle que una persona haya sido asesinada. Nada de culpa, ni remordimientos. ni espanto por el crimen cometido, solo quejas por la incomodidad de huir de la policía y planes cada vez más descabellados para despistarla. Narrada con el pulso firme de Richard Hull, Mi propio asesino mantiene la tensión y el suspense desde la primera hasta la última página pese a que los lectores sabemos desde el principio quién es el asesino (y apenas aguantamos el deseo de que le den su merecido). De ritmo sostenido, personajes odiosos y planteamiento mefistofélico, esta es una novela que sorprende por su inteligente estructura, por la psicología y la moralidad con la que juega el autor y por un desenlace que a mí me ha parecido genial. La traducción de Leonor Saro es estupenda.

Lector, una novela en la que todos los personajes son tan espeluznantes como su crimen.

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Sweeney Todd. El collar de perlas, de James Malcolm Rymer y Thomas Peckett Prest

En la calle Fleet del barrio londinense del Temple, un barbero llamado Sweeney Todd todavía afeitaba a sus clientes por tres peniques a finales del siglo XVIII. Los despachaba en un santiamén, limpiamente y sin quejas. Un día, el teniente de marina Thornhill y su perro Héctor llegan a Londres con la misión de entregar un collar de perlas a una dulce joven llamada Johanna Oakly. La joya perteneció a su enamorado, el desaparecido Mark Ingestrie, quien dejó en manos de Thornhill la misión de llevar el collar a la muchacha en caso de no sobrevivir a un terrible naufragio. El teniente entra en la barbería de Sweeney Todd para arreglarse antes de cumplir su deber con la dama… Y ya no vuelve a saberse nada más de él. El coronel Jeffrey, que aprecia en grado sumo a Thornhill, inicia una investigación alrededor de la desaparición de su colega, su perro y el collar, que lo llevará a descubrir, con ayuda de un eficiente magistrado, la más espantosa y terrible trama sangrienta del Londres de 1785.

«Y sí, era un gran misterio, porque aun admitiendo que Sweeney Todd fuera un asesino —y hay que tener en cuenta que, por ahora, solo disponemos de pruebas circunstanciales de ello—, no podemos formarnos una conclusión, basada exclusivamente en indicios, acerca de cómo habría perpetrado los crímenes o de qué manera se podría haber deshecho de sus víctimas (…) pues si era verdad que dejaba a su paso un reguero de cadáveres, no lo sería menos que encontraba el modo más expeditivo de librarse de ellos con la mayor alevosía.«

Aunque ambientado en 1785, El collar de perlas es un penny dreadful (novelas sangrientas sensacionalistas a un penique el capítulo) que fue publicado por vez primera por entregas en el semanario The People’s Periodical and Family Library entre 1846 y 1847. El propietario de esta revista era Edward Lloyd, un empresario con pocos escrúpulos que solía fusilar las obras de autores famosos y publicarlas con seudónimos —llegó a publicar por entregas una mala copia de Charles Dickens titulada, con todo descaro, Oliver Twiss, entre otros muchos plagios—, pero que finalmente se especializó en los penny dreadful. En el postfacio de Alberto Chesa de esta edición de La biblioteca de Carfax, se nos avisa de que la autoría de El collar de perlas no está clara, pues Lloyd solía trabajar con un equipo de redactores que escribían a cuatro o a veinte manos la sensation novel de turno, y que muchas veces ni siquiera se leían entre ellos para continuar la historia o desarrollar los mismos personajes o subtramas. Sin embargo, parece bastante seguro que James Malcolm Rymer y Thomas Peckett Prest (autores de Varney, el vampiro) tuvieron mucho que ver en la escritura de esta historia.

La historia del siglo XVIII sobre el barbero asesino y los pastelillos de carne humana es una famosísima leyenda urbana del Londres más truculento y oscuro. Nosotros la conocemos porque toda la literatura británica del siglo XIX y posterior se hace eco a menudo y por sus —muy poco fieles— adaptaciones cinematográficas y teatrales más recientes. Probablemente, El collar de perlas es uno de los primeros intentos (al menos, que haya llegado a nuestros días) de poner por escrito esta leyenda urbana. Rymer y Peckett juegan con la complicidad de un lector que ya conoce la escabrosa historia de Sweeney Todd, la calle Fleet y los pasteles de la señora Lovett, y se apoyan en ese mutuo entendimiento para deleitarnos con una narración socarrona, salpimentada con mucho humor negro, diálogos geniales, personajes espeluznantes y un montón de dobles y triples sentidos. Es una novela por entregas con abundantes fallos de trama, incoherencias y personajes sin continuidad —seguramente producto de haber sido escrita por más de una persona que no se leía lo que redactaba la otra—, pero gana muchísimo si se lee al alimón con una buena amiga y con un conocimiento previo de la leyenda del barbero asesino. A mí me ha parecido divertidísima, por momentos brillante por su socarronería, el estilo narrativo y los dobles sentidos de sus diálogos, pero sobre todo me ha encantado conocer la primera versión escrita de esta leyenda urbana londinense.

Lector, te la recomiendo si la lees con alguien más para comentar y reírte. No importa si ya has visto la película o la obra de teatro porque no se parecen en nada: esta versión es anterior.

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Los misterios de East Lynne, de Ellen Wood

El conde de Mount Severn está totalmente arruinado y cargado de onerosas deudas debido a su vida disipada. En busca de un alivio a su situación financiera, vende East Lynne a Archibald Carlyle, un joven abogado de provincias próspero, leal y honrado. Poco después, el conde muere inesperadamente y deja a su única hija, Isabel, sin hogar y sin un mísero centavo. Carlyle, conmovido por la belleza y la vulnerabilidad de la joven intenta ayudarla, pero su bondad también lo involucrará en la investigación del crimen más sonado de West Lynne: el asesinato del señor Hallijohn a manos de Richard Hare, el hijo del juez local. La tragedia se desatará sobre East Lynne cuando el infame Francis Levison se hospede en la mansión de los Carlyle y aproveche la investigación del caso Hare para sacar tajada en propio beneficio.

«Su corazón rebelde latía con su propio sentido de la felicidad. Si no fuera por la voz de su conciencia, que era fuerte; por su noción del bien y del mal; porque era una esposa fiel, habría sido feliz allí sentada, sin moverse, sin desear nada, sin romper el silencio. ¿Era Levison consciente de sus sentimientos? Meses después, él le dijo que sí, pero quizás fuera una afirmación vanidosa.«

Ellen Wood (1814 – 1887) fue una escritora inglesa que firmó casi todas sus obras con el nombre de Mrs. Henry Wood. Esposa de un banquero, residió varios años en Francia y cuando las desafortunadas inversiones de su marido dejaron a la familia en una situación complicada fue ella quien los mantuvo a flote con su oficio de novelista. Su primer gran éxito fue East Lynne (Los misterios de East Lynne en la edición de Ático de los libros) que salió publicada por entregas en la revista New Monthly Magazine, propiedad del también escritor William Harrison Ainsworth, en 1861. East Lynne alcanzó una gran popularidad, fue traducida a diversos idiomas, adaptada al teatro y, posteriormente, a la gran pantalla. Con una sólida trayectoria de grandes superventas —Ellen Wood llegó a ser tan popular como el mismísimo Charles Dickens— compró la revista The Argosy en la que publicó relatos y novelas cortas, por entregas, de crímenes y misterios protagonizados y narrados en primera persona por el ficticio Jonnhy Ludlow. Aunque las obras de Ludlow se consideraron los mejores trabajos de Ellen Wood, han caído en el olvido.

Ellen Wood es otra escritora victoriana de éxito que ha sido sistemáticamente borrada del canon literario con el paso de los años; tal vez porque era mujer o porque sus primeras obras se tacharon de melodramáticas por la posteridad sin tener en cuenta que las Sensation novels de la época eran lo que eran, o porque su estilo —que algunos críticos comparan con el de Elizabeth Gaskell cuando la obra de Wood se vuelve más biográfica y pintoresca y menos dramática— tardó en consolidarse. Sea como sea, ha sido un hallazgo afortunado leer Los misterios de East Lynne, una novela sobre la traición y el honor que conjuga muy bien un drama pasional con el misterio de un asesinato. Si bien es cierto que a estas alturas del siglo XXI a los lectores no nos impresionan demasiado los adulterios o los divorcios, Ellen Wood mantiene muy buen pulso manejando el escándalo en una pequeña sociedad rural victoriana a la vez que desarrolla el arrepentimiento moral de los que se equivocan, el castigo de los malvados y las recompensas de quienes se mantienen honrados pese a las circunstancias adversas. Con un ritmo sostenido, un buen manejo de los recursos de las sensation novels de la época y unos personajes magníficamente dibujados que se mantienen incorruptibles de principio a fin, Los misterios de East Lynne es una magnífica historia victoriana que nos mantiene pendientes de principio a fin pese a su larga extensión. Lástima que esta edición no sea obra de una traductora experta en clásicos —hay anacronismos (como los taxis o los usos en el vestir) y confusiones sobre las costumbres de mediados del siglo XIX— y que le falte una revisión final con mimo para reducir un poquito las erratas.

Lector, qué grata sorpresa descubrir nuevas autoras victorianas como Ellen Wood.

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