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Los perezosos, de Charles Dickens y Wilkie Collins

Francis Goodchild y Thomas Idle son dos aprendices al servicio de la Literatura que deciden tomarse unas semanas de vacaciones vagando por el norte de la Inglaterra rural. Aunque tienen conceptos distintos sobre el noble arte del dolce far niente, suelen practicarlo hasta las últimas consecuencias, por lo que su ruta en carruaje va a resultar más accidentada de lo que hubiesen deseado… y eso que después de su mala experiencia subiendo una colina, apenas hacen nada más que sentarse junto al fuego a escuchar historias de fantasmas allá por donde van.

«En el ya otoñal mes de septiembre de 1857, época en que se inician estos acontecimientos, dos aprendices holgazanes, exhaustos por el largo y caluroso verano y por el largo y caluroso trabajo que el verano les había deparado, desertaron de sus obligaciones. Ambos estaban al servicio de una dama de altos méritos (llamada Literatura), cuyo amplio crédito y sólida reputación, sin embargo, y ello debe reconocerse, no gozan en la City londinense de la elevada estima que en justicia le correspondería.«

En 1857, Charles Dickens (1812-1870) y Wilkie Collins (1824-1889) escribieron a cuatro manos este road trip de dos jóvenes holgazanes en carruaje por el norte de Inglaterra salpicado de pequeñas historias de fantasmas. Por esas fechas, además de disfrutar de una sólida amistad y de colaborar estrechamente en la edición y publicación de diversas revistas propias y ajenas, Dickens ya era un reputado novelista y Collins se estaba ganando el reconocimiento de la crítica por su estilo e innovación en los relatos de intriga. Dickens ya había publicado grandes éxitos, como Oliver Twist o Tiempos difíciles, entre otros, y aunque Collins todavía no había escrito La dama de blanco (1860) o Armadale (1866) sí que despuntaba con las sensation novels y su Hide and Seek. No sé si Los perezosos fue un proyecto que se quedó a medias por otros compromisos de sus autores, pero lo cierto es que se hace corto y que esa línea argumental de los dos jóvenes viajando ociosamente en su carruaje y topándose con personajes de lo más variopinto que cuentan historias podría haberse alargado mucho más para deleite de los lectores, como ya hizo Dickens en Los papeles póstumos del Club Pickwick.

Divertida, de mirada crítica e irónica y con un catálogo de ingeniosos retratos de las gentes de su época, Los perezosos es una historia muy entretenida que contiene muchas otras historias entre sus páginas. Se disfruta por la pluma inteligente, estilosa y socarrona de los autores y por esa querencia de los dos grandes novelistas del siglo XIX por las historias de fantasmas y misterio. Los autores se alejan del Londres industrial y despiadado de su tiempo y buscan en el ámbito rural una conexión con la naturaleza y las gentes de campo que no siempre resulta tan bucólico como tenían pensado. Y atención a los lectores de Para leer al anochecer, porque uno de los relatos de misterio le va a resultar muy familiar.

Lector, un viaje muy peculiar y divertido en carruaje.

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La época victoriana en la literatura, de G. K. Chesterton

Dice Chesterton que la novela del siglo XIX fue femenina, al igual que la del XVIII había sido masculina. Por eso aborda el retrato de la literatura en época victoriana remontándose a Jane Austen, Mary Shelley y las hermanas Brontë para entrar en materia propiamente victoriana con George Eliot y Elizabeth Gaskell. Chesterton habla de Charles Dickens, que odiaba a los Tudor, a los abogados y la opresión sistémica sobre los desfavorecidos y que «no tuvo una idea sino un anhelo«; de Wilkie Collins, Anthony Trollope, William M. Thackeray, Bulwer-Lytton y Disraeli, George MacDonald y Lewis Carroll. Confiesa y argumenta que los escritores victorianos fueron los mejores humoristas de Europa y se declara rendido admirador de quienes considera los más grandes poetas de la época: Tennyson y Browning. Y, sin embargo, con el fin del siglo XIX y los últimos años del reinado de Victoria, Chesterton todavía no sabe si Inglaterra sigue siendo católica o pagana, analiza la actitud de Oscar Wilde, de William Morris («después de él Inglaterra está dividida en tres clases: granujas, idiotas y revolucionarios«), de Arthur Conan Doyle, George Meredith o Henry James y de los últimos autores que, pese a escribir gran parte de sus obras ya en el nuevo siglo, heredaron el espíritu literario de la época victoriana.

«Desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del XIX, el espíritu revolucionario (inglés) tomó cuerpo a través de la literatura. En Francia, los revolucionarios se expresaban mediante la acción, mientras que en Inglaterra lo hacían a través del arte. Resulta curioso observar cómo los ingleses tienden más al pragmatismo y los franceses al idealismo: nosotros fuimos rebeldes en lo artístico y ellos a través de las armas.
(…) Los héroes y criminales de la gran Revolución francesa habrían sido incapaces de alcanzar aquella independencia de la imaginación, del mismo modo que Keats o Coleridge habrían sido incapaces de ganar la batalla de Wattignies (…) y si Jean-Baptiste Carrier, con sus actos desmesurados, convirtió el Loira en una carnicería, Turner literalmente prendió fuego al Támesis.«

Gilbert Keith Chesterton (Londres, 1874 – Beaconsfield, 1936) fue un periodista, novelista y filósofo inglés conocido por su mirada crítica, sus fundamentos cristianos, sus paradojas, su sentido del humor y los relatos del padre Brown. Su extensa bibliografía toca novela, poesía, ensayo, biografías, obras de teatro, artículos de opinión y crónicas periodísticas, y tuvo una enorme trascendencia tanto entre sus coetáneos como en el mundo literario y cultural posterior a su muerte. Su biografía de Charles Dickens, El hombre que fue jueves o El napoleón de Notting Hill son algunas de sus obras más célebres, aunque los lectores más jóvenes lo conocen por la genial dedicatoria que Terry Pratchett y Neil Gaiman (sobre el que ha tenido gran influencia), grandes admiradores del autor, le atribuyen en Buenos presagios.

En La época victoriana en la literatura, G. K. Chesterton analiza no solo las corrientes literarias y de pensamiento en la Inglaterra de la época de la reina Victoria, sino que repasa todo el siglo XIX para contextualizar y reconocer las raíces del victorianismo así como se adentra en las primeras décadas del siglo XX para entender la herencia del mismo. Aborda la literatura victoriana no solo desde la cronología y el rápido retrato de cada autor y autora sino también a través de las diferentes escuelas y corrientes de pensamiento, destacando a los autores cuyo genio y originalidad marcaron tendencia y rompieron con la tradición literaria. Chesterton, como es habitual en su obra, no desliga su fabulosa reflexión victoriana de política y religión, ofreciendo al lector un breve pero ingenioso y divertido ensayo sobre los más grandes escritores, poetas y pensadores ingleses del siglo XIX sin dejarse sus respectivas flaquezas, que las tuvieron, o su sentido del humor, del que en raras ocasiones carecieron.

Lector, conciso, ingenioso y brillante en cada párrafo.

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Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit

El anciano Martin Chuzzlewit viaja por la campiña inglesa cuando cae enfermo y debe hospedarse por un tiempo en el Dragón Azul, la fonda de la encantadora señora Lupin. Desde que se discutió con su nieto, Martin junior, su carácter se ha agriado todavía más, convencido de que la codicia y el egoísmo humanos no tienen límites y que nadie de su familia siente por él verdadero afecto, pues solo le quieren por su fortuna. Repudiado por su abuelo, Martin junior va a parar como aprendiz de arquitecto a casa de Pecksniff, un miserable hipócrita que haría cualquier cosa por dinero y que ha educado a sus dos hijas a su imagen y semejanza. El joven Martin, egoísta e insensible, no es capaz de apreciar la amistad sincera de Tom Pinch, el otro aprendiz de Pecksniff, ni entender que su bondad podría enseñarle mucho… hasta que las cosas se le ponen muy difíciles y debe tomar la drástica decisión de migrar a Norteamérica para ganarse la vida en un viaje que le abrirá los ojos y le ayudará a reencontrarse con su verdadera naturaleza.

«Hay mentiras, Tom, en las que los hombres se elevan, como con alas brillantes, hacia el cielo. Hay verdades, verdades, frías, amargas e insultantes, que enuncian puntualmente los eruditos mundanos, y que atan a los hombres al suelo con cadenas de plomo. ¿Quién no preferiría que lo abanicara, llegada la última hora, la ligera pluma de una mentira como la tuya, y no las púas arrancadas del erizado puercoespín con la verdad acusadora desde el principio de los tiempos?«

La primera vez que Charles Dickens (1812 – 1870) visitó Estados Unidos, en 1842, tenía treinta años y fue recibido como una celebridad: cenas y bailes en su honor, reconocimiento de las autoridades, bustos de su persona, una horda de norteamericanos pasmados a su paso, etc. Dickens, que había viajado hasta allí emocionado por la promesa de libertad y tolerancia del Nuevo Mundo, muy pronto se desengañó del brillo aparente de su democracia. Los americanos eran vulgares, maleducados, mucho más clasistas, racistas y esnobs que la Inglaterra victoriana, pirateaban sus obras sin ningún escrúpulo, censuraban la tan cacareada libertad de opinión, tenían la asquerosa costumbre de masticar y escupir tabaco en cualquier lugar o situación y, para colmo, se creían más demócratas y libres que el resto del mundo. Esa visión norteamericana, que el autor tan bien recogió en su American Notes, fue satirizada en Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit (1844) en cuanto volvió a casa y se puso a escribir una nueva novela por entregas. Y no hay nada tan divertido, caustico y crítico que las sátiras sociales de Charles Dickens.

Pero la crítica a los Estados Unidos de 1842 apenas son unos capítulos de Vida y Aventuras de Martin Chuzzlewit, una novela que ofrece muchísimo más que sátira: personajes dickensianos, crítica social y moral de su época y país, denuncia de la poca profesionalidad de las mujeres que ejercían de enfermeras (aunque el término es inadecuado, porque en 1844 todavía no tenemos en Inglaterra enfermeras tal y como las entendemos hoy en día), reflexiones sobre el egoísmo y la codicia de los hombres, humor, suspense e incluso romance. Y la excelente prosa dickensiana, su dominio del lenguaje, sus guiños, sus juegos semánticos, ese tono socarrón que tanto nos gusta y su maestría como narrador capaz de manejar casi cualquier recurso literario con soltura y genio. Siempre que reseño algún clásico de autores tan extraordinarios como Dickens me siento estúpida: no puedo aportar nada nuevo a todo lo que se ha dicho (más y mejor) sobre el autor y sus obras, así que lo único que me queda es dar mi opinión y no creo que sirva de mucho. Así que, simplemente, os recomiendo que leáis a Charles Dickens y aunque Vida y Aventuras de Martin Chuzzlewit no es mi novela preferida del autor, la he disfrutado enormemente y desde que la terminé echo de menos a sus personajes.

Lector, Charles Dickens.

P. D.: Si te apetece saber algo más sobre la visita de Charles Dickens a Estados Unidos, te recomiendo este artículo de la BBC News: Los encontronazos de Dickens con Estados Unidos

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El monje, de Matthew G. Lewis

Ambrosio es el abad más famoso de Madrid. Sus prédicas son legendarias, su piedad e inspiración moral, admirables, y todas las señoras de la ciudad desean tenerlo como confesor y padre espiritual. Esperando uno de sus sermones, Lorenzo de Medina se queda prendado de la bella Antonia, una joven que ha llegado a la ciudad para solicitar la protección de su pariente Raimundo, marqués de las Cisternas. Lorenzo, que conoce a Raimundo, se ofrece a hacer de intermediario entre ambos parientes, seguro de que el amable corazón de su amigo no pondrá ninguna traba a acoger bajo su protección a la hermosa doncella. Sin embargo, cuando más tarde se encuentra con el marqués, Lorenzo escucha, asombrado, una extraña y romántica peripecia que involucra el destino y la vida de su hermana Inés y de su amigo. Pero mientras estos dos caballeros unen fuerzas para enfrentarse con la terrible priora de Santa Clara, muy cerca de allí, tras los muros del monasterio, el abad Ambrosio es sometido al asedio de una tentación tan terrible y demoníaca que podría llegar a dictar el destino de los dos jóvenes amigos y sus damas.

«¿Sois, entonces, amigo de Dios en este instante? ¿No habéis quebrantado vuestros compromisos con él, no habéis renunciado a su servicio y os habéis abandonado al impulso de vuestras pasiones? ¿No estáis tramando la destrucción de la inocencia, la ruina de una criatura a quien formó él con el molde de los ángeles? Si no es la de los demonios, ¿de quién es la ayuda que invocáis para ejecutar vuestro loable propósito?«

Matthew G. Lewis (Londres, 1775 – Monterrey, 1818), hijo de un embajador, fue terrateniente, escritor y diputado británico que pasó algunos años de su juventud residiendo en Centroeuropa donde se familiarizó con la literatura de Goethe y el romanticismo de la época. Fascinado por la lectura de Los misterios de Udolfo (1794), de Ann Radcliffe, se lanzó a escribir El monje, manuscrito que terminó en pocas semanas y que publicó de manera anónima en 1796. Tenebroso y muy atrevido para la época por la ligereza con la que trata la moral eclesiástica y las abundantes escenas de lujuria, corrupción y apostasía, tuvo un éxito inmediato y Lewis no tardó en declararse autor de la obra. El libro fue acusado de ser blasfemo y obsceno, y Lewis fue llevado a juicio por su autoría, pero todo eso solo consiguió aumentar las ventas de El monje y que el libro se volviese mucho más popular. Lo cierto es que a los lectores de este siglo nos sigue sorprendiendo la valentía de Matthew G. Lewis al escribir una novela sobre la repugnante corrupción de curas y monjas, sin ahorrarnos escenas de lujuria o afirmaciones tan escandalosas como que la biblia es una lectura indecorosa que instruye a las jóvenes en el sexo mejor que cualquier burdel, que una fachada de santidad no siempre esconde un corazón virtuoso o que la educación en monasterios y conventos corrompe a las almas más buenas y puras.

El monje es una novela gótica que me ha recordado mucho a El castillo de Otranto (1764), de Horace Walpole, en las tramas amorosas de los cuatro protagonistas más jóvenes. La primera mitad de El monje es una novela divertida, aliñada con aventuras caballerescas de finales del siglo XVIII y romances de muchachas que se desmayan, como la protagonista de Los misterios de Udolfo; excepto por la línea argumental protagonizada por el abad Ambrosio que es terrible, obscena, brutal, demoníaca y repugnante de principio a fin y, sin duda, la más sorprendente por la soltura con la que Lewis habla de la maldad y falta de escrúpulos de los eclesiásticos católicos para fornicar, mentir o asesinar. La novela no destaca por la exquisitez de una prosa (atención al exceso de adjetivos acabados en «mente» o las iteraciones, por ejemplo) que a menudo se vuelve apresurada y vacilante, ni por la habilidad del autor en ensamblar las diferentes escenas y circunstancias de los personajes, pero es cierto que se trata de una obra de juventud, apasionada y muy romanticista, perteneciente a un género gótico que todavía estaba estableciendo sus bases. Pero en su conjunto, es una novela que conjuga aventura clásica y terror con un punto sobrenatural y que, aunque se vuelve muy oscura en su segunda mitad, resulta entretenida y sorprendente para su época. La construcción del personaje de Ambrosio y su progresiva bajada a los infiernos es extraordinaria, así como los diálogos alrededor de la ética religiosa de este personaje con Matilde y sus debates sobre el bien y el mal y la debilidad humana. Estoy segura de que cuando Matthew G. Lewis se reunía en Suiza con sus amigos Lord Byron y Percy B. Shelley, se echaban unas risas con el alboroto que debió causar El monje entre la sociedad británica más conservadora.

Lector, una novela peculiar y sorprendente para su época, buen ejemplo de los inicios de la novela gótica.

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El misterio de la Casa Roja, de A. A. Milne

Anthony Gillingham, de vacaciones por la campiña inglesa, viaja hasta la Casa Roja para visitar a su buen amigo Bill Beverly, que está pasando unos días invitado por el excéntrico propietario de la mansión, Mark Ablett. Anthony recorre el camino de acceso a la casa cuando, de repente, suena un disparo. Cuando llega a la biblioteca descubre, junto con Cayley, el primo y administrador de Ablett, el cadáver de un hombre. Pronto se sabrá que la persona asesinada es Robert Ablett el hermano díscolo de Mark, que llevaba más de dos décadas viviendo en Australia debido a sus fechorías de juventud. Gillingham no lo duda ni un solo instante: la investigación de ese caso es su ocasión de convertirse en Sherlock. Y el querido Bill va a ser su doctor Watson.

«Por supuesto, es complicado ser detective cuando no sabes nada sobre el oficio y cuando nadie sabe que estás ejerciendo como tal y no puedes interrogar a la gente y no tienes ni la energía ni los medios necesarios para llevar a cabo las pesquisas adecuadas y, en suma, cuando lo haces todo como un aficionado y de manera poco sistemática.«

Pese a que Alan Alexander Milne (Londres 1882 – Sussex, 1956) ya era un consagrado dramaturgo cuando sus editores empezaron a publicar las aventuras de Winnie the Pooh, confieso que, cuando vi su nombre firmando el título del que hoy os hablo, me sorprendió que el creador del osito más tierno de la historia hubiese escrito una historia de asesinato. Parece ser que al editor de Milne le debió pasar algo parecido pues el autor cuenta, en el prólogo de El misterio de la Casa Roja, que cuando tuvo el manuscrito en sus manos le pareció extrañísimo que le hubiese dado por la novela policíaca. Aunque, tras convertirse en un éxito, también lo riñó por no volver a escribir más novelas de este género. Lo cierto es que El misterio de la Casa Roja es una historia de misterio clásica muy simpática que se caracteriza porque el detective es un detective aficionado que sabe lo mismo que el lector, circunstancia que a A. A. Milne le parecía de lo más necesaria para entretener con un buen asesinato.

Con una prosa ligera y directa, elegante pero sin artificios, y unos diálogos rápidos y divertidos, Milne nos expone un misterio de puerta cerrada, con desaparición y pasadizos secretos. La novela mantiene bien el suspense a lo largo de toda la investigación del asesinato y procura que el lector siga los pasos para llegar, casi al mismo tiempo que su detective aficionado, a la solución del misterio. Y es que otro punto fuerte de esta entretenidísima novela son sus personajes protagonistas: Gillingham y Beverly, Sherlock y Watson; sus intercambios de impresiones, sus aventuras nocturnas y sus pequeñas pantomimas para despistar a los sospechosos tienen toda la gracia y el encanto de las mejores novelas de la Golden Age. La pena es que Milne abandonó el género con esta única novela.

Lector, divertida y perfecta para seguir paso a paso el proceso de investigación de este crimen de puerta cerrada.

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