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Los diarios de Adán y Eva, de Mark Twain
Adán vive tranquilo y feliz en el Edén, sin más preocupación que comprobar la madurez de las frutas antes de comérselas o contemplar a los peces y demás seres que comparten su hábitat. Hasta que aparece ella. Una ella que lo sigue allá donde va, que no deja de hablar, de inventar nuevas palabras para señalar esto o lo otro, que se salta a la torera cualquier método científico porque es pura emoción. Ella, que habla hasta con las serpientes y que cree que es buena idea comer manzanas para conseguir una extensa educación.
«Dondequiera que ella estuviese, allí estaba el Edén.«

Mark Twain (1835-1910), escritor, periodista y conferenciante, publicó Los diarios de Adán y Eva entre 1904 y 1906, un cuento fantástico en forma de testimonio ficticio de las primeras experiencias de los primeros humanos que, según la Biblia, poblaron el Edén que era el mundo. Con el sentido del humor habitual de Twain, su fina ironía y una enorme ternura, el autor nos presenta la historia de una pareja que se conoce y se enamora cuando el mundo y las palabras todavía están por estrenar.
Algunos críticos literarios señalan que en los dos personajes de Los diarios de Adán y Eva se reconocen los caracteres de Mark Twain y su esposa Olivia Langdon, y que el escritor le rinde cariñoso homenaje, no solo a su convivencia matrimonial, sino también a su esposa fallecida. Pero entre humor, descubrimientos y convivencia, estos dos personajes ficticios reflexionan sobre cuestiones diversas entre las que destaca, como curiosidad, el lenguaje: Eva nombra, razona, explica, habla sin cesar, mientras que Adán es más científico, experimenta, escucha, calla. Eva es una mujer con poder, se queja de que Adán no hace nada, ella es motor, es cambio, es aprendizaje, es emoción, una vorágine. Es en esta relación de iguales tan distintos, en la que los dos personajes se complementan, en el que la mujer es tan poderosa o más que el hombre, que los críticos señalan la influencia del marco histórico en el que escribe el autor. Mark Twain siempre fue un convencido abolicionista y un partidario de la lucha por los derechos de los trabajadores, por lo que no cuesta imaginarlo a favor de los movimientos sufragistas femeninos, ya visibles en los Estados Unidos de principios del siglo XX.
Lector, divertida, ingeniosa, fantástica y con brontosaurios.
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Mil millas Nilo arriba, de Amelia B. Edwards
Amelia B. Edwards, acompañada por su amiga Lucy Renshaw, llega a El Cairo en noviembre de 1873. Londinense, rica, instruida y viajada, Amelia improvisa ese desembarco en Egipto cansada de la lluvia incesante de su ruta por tierras francesas con el objetivo de pintar paisajes. Sin carabina y sin miedo, alquila una enorme dahabiya dispuesta a recorrer el Nilo a su aire, sin prisa y sin los condicionamientos de un viaje organizado. Embarcada en la Philae, remonta el Nilo hasta los confines de Nubia y visita los grandes lugares de la Antigüedad egipcia: Abu Simbel, Denderah, Karnak, Kom Ombo, Medinat Habu, Luxor, Tell el Amarna, El Valle de los Reyes, Giza,… Pero lo que empieza siendo un viaje de placer para alejarse del mal tiempo y dibujar nuevos horizontes, acaba atrapando la curiosidad y la sed de conocimientos de Amelia B. Edwards, que no duda en estudiar egiptología sobre el terreno. Inesperadamente, ese contacto con los restos de la primera civilización humana de la Historia se convierte en la mayor aventura de su vida, pero también cambiará para siempre su mirada de artista y su concepción de Egipto.
«En cada columna, en cada acto de devoción representado en las paredes, incluso en el santuario, encontramos los nombres de Ramsés y Nefertari «como pareja inseparable». En esta doble dedicatoria, y en la insólita ternura del estilo, uno parece detectar indicios de algún hecho, quizás algún aniversario, cuyos detalles se han perdido para siempre (…) vemos que Ramsés y Nefertari deseaban dejar tras ellos una muestra imperecedera del afecto que los unía en la tierra (…). Vemos que la reina era hermosa, que Ramsés estaba en pleno esplendor. Adivinamos el resto, y la poesía del lugar es nuestra en todo caso. Incluso en esta árida soledad, parecen percibirse los efluvios de antiguos romances. Sentimos que el Amor pasó por aquí, y que el suelo quedó santificado allá donde pisó.»

Amelia B. Edwards (1831 – 1892) fue una novelista, periodista, viajera y artista y egiptóloga aficionada. Publicó Mil millas Nilo arriba en 1877, un libro de viajes bellamente ilustrado por la misma autora en donde narra su fascinante visita a Egipto. Aventurera, curiosa y con sed de conocimientos, Edwards aprovecha las horas de navegación por el Nilo para leer los trabajos de historiadores, arqueólogos y egiptólogos convencida de que si no se conoce la Historia que hay detrás de cada templo, de cada tumba, de cada monumento o mural pictórico, no se verá más que belleza vacía. Mil millas Nilo arriba es un relato de aventuras, de egiptología y de arte, donde el principal atractivo es seguir a su protagonista entre las ruinas de los grandes monumentos egipcios y contemplar sus impresionantes grabados. Edwards escribe y describe tan bien que, a menudo, estos capítulos resultan sobrecogedores y, sin darte cuenta, te encuentras a su lado, boquiabierta ante los colosos de Abu Simbel o impresionada por la sacralidad de Denderah. Sin embargo, es imposible olvidar que Amelia B. Edwards, pese a su excepcionalidad, cultura e inteligencia, no deja de ser una inglesa victoriana y su mirada sobre el Egipto (y el resto del mundo) de 1873 es la que es.
Mil millas Nilo arriba es un libro que amedrenta por su maquetación y su formato poco atractivo, tupido, y su número de páginas, pero vale la pena superar ese miedo inicial y embarcarse con esta excepcional narradora en el viaje que le cambió la vida. A su regreso a Inglaterra, Amelia B. Edwards fundó el Egypt Exploration Found —que más tarde se convertiría en la Egypt Exploration Society, para la que trabajarían arqueólogos como Flinders Petrie o Howard Carter y abrazarían proyectos tan extraordinarios como la excavación del templo de Hatsepshut— y, a su muerte, donó su fortuna al University College de Londres (porque admitía a estudiantes mujeres en igualdad) para sufragar la primera cátedra de egiptología del país. Sin duda, el Antiguo Egipto marcó la vida de esta gran comunicadora, se convirtió en su pasión, y aunque su carácter apasionado a menudo le juega malas pasadas en este libro (se lanza a exponer teorías peregrinas sin el conocimiento apropiado, toma el Antiguo Testamento como si fuese una fuente histórica fidedigna y no un libro de cuentos fantásticos, se pone a excavar y retocar monumentos sin pedir permiso o consejo a los expertos como la inglesa victoriana rica que es, etc.), sin duda no desmerece la excepcionalidad de su inteligencia, de su arrojo y valentía, y de la admiración que tiñen sus palabras cuando nos muestra su Egipto.
Lector, la protagonista de la saga de misterios arqueológicos de Elizabeth Peters se llama Amelia en honor de esta excepcional señora.
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Ilíada, de Homero
La guerra ha llegado a las murallas de la poderosa Troya desde que Paris saqueó las riquezas de Menelao y se llevó a su esposa, la bella Helena. La coalición griega ha varado las naves en la playa y Agamenón, rey de reyes, lidera el ataque. Pero los años pasan y la guerra entre griegos y troyanos sigue estancada, para impaciencia de los dioses que se divierten viendo morir a los mejores de uno y otro bando. La ira de Aquiles, líder de los mirmidones, estalla cuando se siente agraviado por la avaricia de Agamenón, que siempre se lleva la mejor parte del botín. Hijo de Peleo y de la diosa Tetis, el mejor guerrero de los griegos se retira a su tienda con su compañero Patroclo y anuncia que no piensa combatir más. Su madre Tetis acude a Zeus para arrancarle una promesa y desencadenar un destino escrito por los dioses y tristemente cumplido por los héroes de la antigüedad.
«Canta, ¡oh, diosa!, la ira de Aquiles, hijo de Peleo, que trajo incontables males a los griegos. Muchas almas valientes envió antes de tiempo al Hades y convirtió a muchos héroes en pasto de los perros y de los buitres, pues tal fue la voluntad de Zeus cumplida desde el día en que Agamenón, rey de hombres, y el gran Aquiles se enemistaron.«
He leído Ilíada en la edición de Blackie Books, que es una traducción comentada de la versión de Samuel Butler, a quien la crítica literaria le reconoce la mejor adaptación en prosa de este clásico entre los clásicos. Entiendo la reticencia de muchos académicos por esta edición, pero reconozco que a los lectores como yo, que no somos expertos en Clásicas y que nos abruma leer miles de versos traducidos del griego antiguo, Butler nos ha facilitado la lectura. Ahora bien, también reconozco que disfruté mucho más de Odisea de Butler que con su Ilíada y que, a menudo, en este último caso, me hubiese gustado que Butler se hubiese ceñido un poco más al texto en lo que a terminos históricos se refiere y que hubiese conservado los epítetos originales, entre otros detalles. Dicho esto, la edición de Blackie es preciosa y las ilustraciones de Calpurnio y los textos adicionales que la acompañan son una maravilla.
Es complicado reseñar un texto de este calibre. Seguimos sin saber quién era Homero, si existió o si era más de una persona las que firmaban con este nombre. Sí que sabemos que alrededor del siglo V a. C. ya teníamos constancia de aedas homéridas que declamaban sus poemas y que Ilíada fue puesta por escrito alrededor del siglo VIII a. C. aunque los acontecimientos que describe son, probablemente, del siglo XIII a. C. o anteriores. Pero, sin duda, lo más sorprendente para los lectores que nos acercamos por primera vez al texto íntegro y no a la leyenda, fragmentos y adaptaciones posteriores, es que su tema principal es la cólera de Aquiles y que solo hace referencia algunos acontecimientos del décimo año de la llamada guerra de Troya. Es decir, que empieza con el estallido de la cólera de Aquiles y termina con el fin de esa cólera, nada de juicios de Paris, de raptos de Helena, de caballos de Troya, de aventurillas de Ulises o de la muerte de Aquiles. Solo su episodio de ira, de principio a fin.
Si la Odisea a menudo era un manual sobre las buenas costumbres y el arte del buen anfitrión y la buena educación de la época, la Ilíada lo es sobre las maneras de matar a un oponente en una batalla de la época. A menudo se especula con que Homero hubiese sido militar o médico pues la precisión de la descripción de las heridas, las causas de la muerte y los puntos débiles de una armadura, por ejemplo, es muy notable. Ilíada es, pues, en buena parte, una narración de destripamientos, decapitaciones, ojos arrancados, sesos desparramados y mucha, muchísima muerte, largas listas de muertos. Una narración que muestra la pérdida de los mejores hombres de su época, de los héroes, de los hijos de los dioses, de los jóvenes y valientes guerreros… con el beneplácito y la diversión de unos dioses a menudo infantiloides que toman partido por griegos o por troyanos y se dedican a propiciar el sangriento y terrible espectáculo. Pese a lo que podamos pensar, hay poca épica en la Ilíada y, cuando la hay, es sobre bellísimas escenas de amor —fraternal, filial, matrimonial— y duelo, pero no de batalla. Tampoco hay héroes tal y como los concebimos en nuestra cultura (valientes, honorables, generosos, protectores) —excepto quizás Héctor en sus mejores momentos—, sino piratas rapiñando incluso en medio de la batalla, robando las armaduras y todo lo que brilla en los caídos. Veinticuatro cantos que explican una de las historias más antiguas de nuestra cultura occidental.
Lector, escoge tu traducción idónea y embárcate hacia las costas de las altas torres de Ilium.
Mi propio asesino, de Richard Hull
Al joven abogado Richard Sampson no le cae especialmente bien uno de sus clientes, Alan Renwick. Pero cuando Renwick aparece de madrugada en su piso diciéndole que ha asesinado a su criado y que necesita ayuda, Sampson toma la decisión de esconderlo a cambio de sacar tajada económica de la situación y bajarle los humos al muy cretino. A medida que pasan los días, el maldito Alan, egocéntrico y hedonista, se le empieza a hacer insoportable y el abogado decide urdir un plan para quitárselo de encima. La trama se complica cuando dos de las amiguitas de Renwick se meten por medio para ayudar a su pobre y querido Alan y, para más inri, el inspector Westhall resulta ser un hueso duro de roer. Sampson tendrá que recurrir a todo su ingenio para salir airoso, sacar beneficio y alejarse de su insoportable cliente.
«—Es una pena que mi educación haya sido tan excelente que no pueda ganarme la vida. ¿No podría quedarme tranquilo en algún sitio y ganarme la vida escribiendo? No tendría que aparecer en ningún sitio y parece una ocupación bastante fácil… todos los tonto lo hacen.
—Y ¿sobre qué te gustaría escribir? ¿Sobre arte persa? (…)
—No, sobre arte persa no. Sobre algo más fácil. Novelas policíacas o alguna tontería por el estilo.«

Richard Henry Sampson (Londres, 1896-1973), conocido como Richard Hull, publicó El asesinato de mi tía, su primera novela, en 1934, a la que siguieron otros éxitos policíacos y de misterio. Héroe de guerra, consultor del Almirantazgo y asistente personal de Agatha Christie en la dirección del Detection Club, las historias de Hull destacan por su ingeniosos giros argumentales. En 1940 publicó, también con el seudónimo de Richard Hull, Mi propio asesino, y le puso su propio nombre personaje protagonista del abogado que narra la historia en primera persona, muy en línea con el humor negro —a veces un pelín escalofriante por la inmoralidad de los personajes— del que hace gala esta novela.
Mi propio asesino es un thriller protagonizado por sociópatas, psicópatas, ególatras y demás personajes trastornados, que viven aparentando una humanidad de la que carecen. Se trata de una novela negra original, con toques de humor negro, en la que a nadie parece importarle que una persona haya sido asesinada. Nada de culpa, ni remordimientos. ni espanto por el crimen cometido, solo quejas por la incomodidad de huir de la policía y planes cada vez más descabellados para despistarla. Narrada con el pulso firme de Richard Hull, Mi propio asesino mantiene la tensión y el suspense desde la primera hasta la última página pese a que los lectores sabemos desde el principio quién es el asesino (y apenas aguantamos el deseo de que le den su merecido). De ritmo sostenido, personajes odiosos y planteamiento mefistofélico, esta es una novela que sorprende por su inteligente estructura, por la psicología y la moralidad con la que juega el autor y por un desenlace que a mí me ha parecido genial. La traducción de Leonor Saro es estupenda.
Lector, una novela en la que todos los personajes son tan espeluznantes como su crimen.
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Sweeney Todd. El collar de perlas, de James Malcolm Rymer y Thomas Peckett Prest
En la calle Fleet del barrio londinense del Temple, un barbero llamado Sweeney Todd todavía afeitaba a sus clientes por tres peniques a finales del siglo XVIII. Los despachaba en un santiamén, limpiamente y sin quejas. Un día, el teniente de marina Thornhill y su perro Héctor llegan a Londres con la misión de entregar un collar de perlas a una dulce joven llamada Johanna Oakly. La joya perteneció a su enamorado, el desaparecido Mark Ingestrie, quien dejó en manos de Thornhill la misión de llevar el collar a la muchacha en caso de no sobrevivir a un terrible naufragio. El teniente entra en la barbería de Sweeney Todd para arreglarse antes de cumplir su deber con la dama… Y ya no vuelve a saberse nada más de él. El coronel Jeffrey, que aprecia en grado sumo a Thornhill, inicia una investigación alrededor de la desaparición de su colega, su perro y el collar, que lo llevará a descubrir, con ayuda de un eficiente magistrado, la más espantosa y terrible trama sangrienta del Londres de 1785.
«Y sí, era un gran misterio, porque aun admitiendo que Sweeney Todd fuera un asesino —y hay que tener en cuenta que, por ahora, solo disponemos de pruebas circunstanciales de ello—, no podemos formarnos una conclusión, basada exclusivamente en indicios, acerca de cómo habría perpetrado los crímenes o de qué manera se podría haber deshecho de sus víctimas (…) pues si era verdad que dejaba a su paso un reguero de cadáveres, no lo sería menos que encontraba el modo más expeditivo de librarse de ellos con la mayor alevosía.«
Aunque ambientado en 1785, El collar de perlas es un penny dreadful (novelas sangrientas sensacionalistas a un penique el capítulo) que fue publicado por vez primera por entregas en el semanario The People’s Periodical and Family Library entre 1846 y 1847. El propietario de esta revista era Edward Lloyd, un empresario con pocos escrúpulos que solía fusilar las obras de autores famosos y publicarlas con seudónimos —llegó a publicar por entregas una mala copia de Charles Dickens titulada, con todo descaro, Oliver Twiss, entre otros muchos plagios—, pero que finalmente se especializó en los penny dreadful. En el postfacio de Alberto Chesa de esta edición de La biblioteca de Carfax, se nos avisa de que la autoría de El collar de perlas no está clara, pues Lloyd solía trabajar con un equipo de redactores que escribían a cuatro o a veinte manos la sensation novel de turno, y que muchas veces ni siquiera se leían entre ellos para continuar la historia o desarrollar los mismos personajes o subtramas. Sin embargo, parece bastante seguro que James Malcolm Rymer y Thomas Peckett Prest (autores de Varney, el vampiro) tuvieron mucho que ver en la escritura de esta historia.
La historia del siglo XVIII sobre el barbero asesino y los pastelillos de carne humana es una famosísima leyenda urbana del Londres más truculento y oscuro. Nosotros la conocemos porque toda la literatura británica del siglo XIX y posterior se hace eco a menudo y por sus —muy poco fieles— adaptaciones cinematográficas y teatrales más recientes. Probablemente, El collar de perlas es uno de los primeros intentos (al menos, que haya llegado a nuestros días) de poner por escrito esta leyenda urbana. Rymer y Peckett juegan con la complicidad de un lector que ya conoce la escabrosa historia de Sweeney Todd, la calle Fleet y los pasteles de la señora Lovett, y se apoyan en ese mutuo entendimiento para deleitarnos con una narración socarrona, salpimentada con mucho humor negro, diálogos geniales, personajes espeluznantes y un montón de dobles y triples sentidos. Es una novela por entregas con abundantes fallos de trama, incoherencias y personajes sin continuidad —seguramente producto de haber sido escrita por más de una persona que no se leía lo que redactaba la otra—, pero gana muchísimo si se lee al alimón con una buena amiga y con un conocimiento previo de la leyenda del barbero asesino. A mí me ha parecido divertidísima, por momentos brillante por su socarronería, el estilo narrativo y los dobles sentidos de sus diálogos, pero sobre todo me ha encantado conocer la primera versión escrita de esta leyenda urbana londinense.
Lector, te la recomiendo si la lees con alguien más para comentar y reírte. No importa si ya has visto la película o la obra de teatro porque no se parecen en nada: esta versión es anterior.
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